Vivimos en una época donde las certezas se desmoronan a diario. Relaciones, identidades, estructuras que antes nos sostenían, se tambalean sin previo aviso. No es azar. Como me enseñó mi maestro, Ramgiri Braun, estos derrumbes son la invitación más clara para regresar al único lugar que nunca colapsa: el corazón espiritual. Este corazón no es el órgano físico ni un concepto romántico. Es el núcleo sagrado, intacto, donde caben las máscaras, ni las narrativas del ego que exigen ser reconocidas. Es el espacio silencioso donde yace nuestra conexión más pura con lo absoluto, con lo eterno. Y no, no se accede a él a través de likes, títulos o validaciones. Se accede soltando, rindiéndose a lo que es. Pero ¿cómo soltar cuando estamos condicionados a aferrarnos? Aquí es donde la práctica de yoga deja de ser un ejercicio físico y se convierte en la llave. En cada asana (postura), en cada respiración consciente, la vida nos pone frente a ese mismo ego que quiere controlar, destacar o resistirse. El mat se convierte en un espejo incómodo: no hay a quién culpar, no hay logro suficiente que nos haga sentir completos. Solo queda la posibilidad de rendirnos. Mi maestro solía insistir en que abrir el corazón espiritual no es añadir algo nuevo, sino quitar todo lo que no somos. Y esa es, en esencia, la práctica profunda del yoga: una desprogramación, una limpieza. El cuerpo, al moverse con presencia, revela las tensiones no solo musculares y estructurales, sino emocionales y mentales. Cada postura sostenida es una oportunidad para soltar la lucha interna, para quedarse en el vacío sin intentar llenarlo. Fuera del mat, la diferencia es palpable. No es que los problemas desaparezcan; es que dejamos de identificarnos con ellos. Las relaciones cambian, no porque los otros cambien, sino porque dejamos de “usarlos” para confirmar nuestras carencias. Ya no necesitamos controlar la vida, sino que comenzamos a fluir con ella, danzarla, confiando en que ese corazón espiritual sabe sostenernos.
La verdadera revolución hoy no ocurre en las calles, ni en las redes, ni en discursos incendiarios. Ocurre cada vez que, en silencio, alguien decide soltar sus máscaras y habitar su propio centro. Y muchas veces, comienza simplemente con el acto de desenrollar el mat y respirar. Confesión personal: Yo no llegué al yoga buscando iluminación. Llegué como muchos, buscando escapar del ruido, tratando de ordenar el caos de afuera. Pero fue en el silencio incómodo, sudando en posturas que no podía controlar, donde entendí que el verdadero caos estaba dentro. Ahí me enfrenté con todas las exigencias, las culpas, las expectativas. Y ahí aprendí que, si me rendía, no me desmoronaba… me liberaba. Hoy sigo practicando, no porque sea una solución mágica, sino porque cada vez que vuelvo al mat, vuelvo a mí. Y desde ese lugar, lo que antes parecía urgente y vital, simplemente deja de importar. El corazón espiritual no necesita que lo llenes. Solo que lo escuches. Mi maestro decía que no somos lo que creemos ser, somos mucho más vastos, más libres. La práctica es simplemente recordarlo. La revolución no será publicada. Será interior. Y, a veces, empieza en Tadasana (postura de la montaña). Namasté. ¡Hasta la próxima! Instagram: @alequinterooria Texto: Alejandra Quintero Imágenes: F.P. Derechos Reservados 2025
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